En agosto 31 del 2014 fui a la cita con la oncóloga del Instituto de Cancerología. Iba confiada, sabiendo que había orado y declarado las promesas de Dios sobre mi vida y me dirían que había sido una equivocación y que yo no tenía cáncer.
En la sala de espera, la hora o media hora que tuve que esperar, se hizo eterna, como suspendida fuera del tiempo. En una especie de lugar seguro en el espacio de mi mente, para no pensar, para no esperar ni dejar de esperar. En otras palabras, me encontraba paralizada.
Entré por fin al consultorio en medio del tumulto de señoras, pues más que hospital parece mercado. Es impresionante tantas y tantas mujeres que se diagnostican de forma continua y diaria en ese lugar. Los consultorios son seguidos uno de otro, separados solo con una pequeña mampara, pudiendo escuchar las dos conversaciones al mismo tiempo. Difícil concentrarse, sobre todo cuando la doctora me dijo "lo siento mucho señora, tiene usted cáncer". Después dijo una serie de cosas que no recuerdo pues yo estaba en shock. Volví en mí y solo le escuché decir: "tenemos que comenzar ya este mismo sábado con las quimioterapias, no se preocupe todavía hay esperanza, estamos a tiempo, el cáncer que usted tiene es muy agresivo pero es muy probable que pueda sobrevivir si se atiende de inmediato".
"Pase a trabajo social para que le digan que hacer para que saque su Seguro Popular, pues las quimioterapias son muy caras si no está asegurada".
Solo atiné a preguntarle que tipo de cáncer era, si tenía nombre y apellido. Ella solo me dijo que era un tumor en etapa 3 y me despidió y de inmediato gritó: "La que sigue por favor". Eso fue todo.
Salí de ese lugar sin querer entender, pues estaba consciente de lo que me acababan de decir pero no lo podía creer. Llegué a mi auto, subí y comencé a manejar. Fue cuando un miedo que luego se convirtió en terror me comenzó a invadir. Sentí frío en la la columna vertebral. Ahí fue cuando decidí detener el auto. Me estacioné, respiré profundo y me dejé sentir ese horrible terror. Pensé en mi hija, mi ministerio, mi hija, mi trabajo, mi hija, mi vida, mi hija.
Lloré y lloré sin pensar en nada más. En la calma intermitente, intentaba hablar con Dios, pero no podía, me ahogaba un dolor profundo. Después de un rato, me forcé a volver en mí y clamé al Señor, le pedí que recibiera todo ese dolor y esa tristeza, pues sabía que me haría daño y debía regresar a casa con suficientes fuerzas. No podía permitir que mi hija se viera afectada por ese profundo dolor que sentía ante la posibilidad de mas pronto que tarde, ya no estar con ella, al menos eso pensaba.
Y claro que si, le pregunté a Dios, "¿porqué yo Señor? ¿porqué?". Recuerdo haber escuchado la voz de Dios diciéndome: "¿y porqué no?"... no me esperaba esa respuesta... recapacité y yo misma me pregunté, es cierto ¿y porqué no?
Hasta ese momento siempre había dicho que mi vida no era mía, sino de Dios, que El podía hacer lo que quisiera en mi, que en mejores manos no podemos estar, que Dios sabe mejor lo que más nos conviene. Que El se ríe de mis planes por eso son mejores sus sueños para mí, que los míos. Hasta ese momento había renunciado a mí, para que El tomara el control de todo lo que pasara en mi vida, su vida.
De modo que... ¿y porqué no?
Del llanto pasé a la risa, y me di cuenta que aunque había vivido por fe hasta ese momento, era el tiempo de vivir, de demostrar bien a bien que realmente mi confianza estaba puesta sobre la Roca que es Jesús.
Le entregué todo al Señor y le dije: "si Tú vas conmigo, le entramos. No entiendo esto que está pasando, pero sé que Tú mi Padre me llevarás de la mano. Voy a caminar a través del Valle de sombra de muerte, de tu mano, tomada fuerte de tu mano, porque Tú Señor vas conmigo, sin importar estas circunstancias, Tu sigues siendo Dios y te agradezco y te bendigo, te adoro y no dejaré de dar honor y gloria a Tí mi Dios, porque no ando por vista, ando por fe y tu no eres hombre para mentir ni hijo de hombre para arrepentirte. Tu dijiste que nunca me dejarías ni nunca me abandonarías sino que, me sostendrías con tu mano derecha poderosa y así será".
Una profunda paz inundó mi ser. Estaba dispuesta. Sin mirar atrás, sin reproches, sin dudas, sin culpa, sin resentimientos. El me diría por dónde y cómo caminar en este nuevo camino. Lo único que pude percibir en ese momento es que mi vida, como había sido hasta ese momento, ya nunca volvería a ser igual. Y que el gozo de Dios era lo único que me daría fortaleza.
Al arrancar el auto de regreso a casa, puse en marcha también mi nuevo rumbo, estaba decidida. Había decidido vivir.